
Dicen que no hay nada más atrevido que la ignorancia. En una época en la que viajar fuera del país no era ocurrencia común y generalmente se hacía a destinos conocidos, se me ocurrió la idea de organizar una expedición a la selva del Amazonas. Todavía no habían los websites de personas o empresas especializadas en viajes de naturaleza, ni se le podía preguntar a google: "consejos para ir por primera vez a la selva". Así que armado del conocimiento que me daban las revistas de naturaleza leídas por años en la casa de mi abuelo y en contacto por correo electrónico con un descendiente de la tribu Huaorani que guiaba osados turistas en la amazonía ecuatoriana, propuse el viaje a un grupo seleccionado más por el afecto que por la afinidad con la aventura, y en poco tiempo nos vimos aterrizando en Puerto Francisco de Orellana, mejor conocido como El Coca, en un avión militar que hacía las veces de transporte a los pocos extranjeros interesados en transitar por esos lares.
Muchas historias y vicisitudes podrían compartirse: la sorpresa de bañarse cada día en el agua lodosa del río Chiripuno y sentir que salíamos más sucios de lo que habíamos entrado, el retumbar del rugido nocturno del jaguar en nuestro pecho, las historias de nuestro avezado guía, que cada noche con su machete inspeccionaba el área donde íbamos a levantar campamento, el pasaporte de uno de los improvisados expedicionarios que nunca salió de su bolsillo y se convirtió en papier maché… Sin embargo, lo que nunca olvidaré de esa primera de muchas veces fué la sensación de estar escuchando el corazón del planeta latiendo, los ruidos, mejor dicho, las voces de todos los habitantes de la selva, el sonido de los árboles, la manera en que fluye la vida en su eterno ciclo de creación, es algo que llevo conmigo hasta el día de hoy.
José Alejandro
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